Argumentos de un relato para compartir.
(...) Empecé a escribir algunos pensamientos que circundaban por mi mente. A algunos di formas especiales, a otros les busqué rimas y a otro grupo los dejé simplemente como prosas sueltas. Seguí digitando. Alcancé a delinear el bosquejo de un poema y una crónica pequeña. No me di cuenta, pero transcurrió más de media hora. Revisé dos veces lo escrito. Reescribí y volví a corregir. Terminé,…al menos en una primera parte lo redactado. Cerré mi bandeja de entrada. “Gracias”, dije. “A usted, que tenga buena estadía”, se refirió a mí; y supuse que aquel saludo desnudaba mi condición de extranjero. Asentí con un gesto de respeto. Levanté la mano derecha. Apeé la cabeza levemente. Dos minutos más tarde, mis pasos fueron ascendiendo por las mismas gradas que me habían internado en tal cómodo lugar en el que había permanecido por casi una hora con quince minutos. Siempre en forma ascendente hasta abrir la puerta que daba en dirección otra vez a la misma callecita. Hubiese querido quedarme, pero ya no me quedaba un peso más para seguir separando una máquina.
La verdad, pocas veces me he sentido tan cómodo en un lugar como en este sitio. Un hombre que continuamente vive viajando llega muchas veces a tomar aprecio a los lugares que lo han albergado, aunque sea por instantes. El pequeño y más humilde refugio siempre deja muchas vivencias. Cada morada forastera es como una pequeña casa que uno ha tenido en los distintos lugares que ha conocido. Cuando nuestros cuerpos se levantan queda algo de nuestra esencia impregnada en éstos. ¡Ah, sitios que nos albergan! Como ya lo he insinuado, no sólo era el ambiente en sí, que ya de por cierto era augusto; sino era la calidez humana que allí percibí. Allí encontré por un momento amparo cuando más lo necesité. Hasta ahora todavía sigo guardando de éste los más gratos recuerdos. Un refugio perfecto para la friolenta soledad; que en próximos instantes me volvería a embargar.
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“Sí. Tienes mucha razón.”
“Mira, la verdad que disfruto mucho del deporte que practico, pero para serte sincero tienes que ser sumamente muy bueno para vivir de esto. Esto es muy efímero,…sólo eso es muy efímero,… ¿Comprendes?, dijo, “ ¡Por Dios, tú sabes a lo que me refiero!, llega uno a su país y tiene que seguir trabajando monótonamente en otra actividad, que aunque no sea muy apasionante como lo que realmente sí lo es, tienes que seguir haciéndolo para poder subsistir…”, tomando un gran respiro volvió a decir: “…al menos aún somos jóvenes para seguir pensando en que esta situación se revertirá. Cómo dice la gente mayor, somos muy idealistas. Cuando era más chiquillo pensaba vivir de esto. Ser un deportista profesional y otras cosas más, pero Víctor hay otras prioridades más grandes, como una familia a quien ayudar, un arrendamiento que pagar, o los estudios que subvencionar. ¡Al diantre con el idealismo, pienso!
Sus palabras me parecieron muy marcadas para la edad que traía, pero muy coherentes y ciertas. Era aún muy joven, pero lo suficientemente adulto para entender todo esto. Un joven, que aún se aferraba a su única concepción de vida que le sostenía: El “tan criticado y vapuleado idealismo”
“¿Eres idealista?”, dijo, “¿Qué opinas de esto?
Me tomé un poco de tiempo para responder a estas dos encrucijadas. Buscaba dar dos respuestas exactas y coherentes. Aquél extraño amigo no merecía una respuesta a medias, o falsa, mediocremente falsa. Me adentré a mis pensamientos, juicios y categorías propias. El idealismo. Hace rato pensaba en ello justamente y que coincidencia, saber que tal vez este joven también lo era. ! Oh, por Dios que encrucijada! (...)
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“Sí. El interés común debe ser primero, antes que los propios intereses.”, dijo, como adivinando parte de mis pensamientos al instante. Agregó luego, “…como joven, yo creo que debería ser esa la idea central de la persona humana.”
“¡Pero que bien que pienses así, Joaquín! Yo pienso lo mismo.”, exclamé.
“Pues claro; tú escribes, supongo sobre eso; mientras yo juego pensando en eso”, me dijo. Volvió a preguntar: “¿Sabes a lo que me refiero? ¿Verdad?”
“Me lo imagino”, dije, “Mira (pensé)…, yo creo que la ley de la vida te dice que eres grande en la medida que puedas hacer grande a los demás; mientras más ayudes, más feliz vivirás.
“…mientras más ayudes, más feliz vivirás”, repitió parafraseando lo que dije. Añadió: “Así es, Víctor.”
El calor de aquella amistad empezaba a abrigar nuestros ideales que se oponían mudamente al frío de aquella invernal mañana de agosto. El frío ya se había apoderado de las flores y hojas de los árboles. Un viento asediaba el frío mármol sobre el cual estábamos sentados. Una señorita de ojos castaños, de grácil figura, cabellera castaña; etiquetada con un sastre muy formal y de tacones altos, esperando no sé a quién, preguntaba la hora a todo transeúnte que por allí pasaba. (...)
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(...) Era tarde ya. Decidimos tomar un breve desayuno. Esa mañana reímos, hablamos, intercambiamos distintas ideas. Planificamos juntos un futuro para nuestras vidas, pero lo más importante fue que comprendimos el valor de la expresión franca y sincera. El calor humano había demostrado ser superior a cualquier inclemente frío. Un café y dos hallullas cada uno, fueron suficientes. (...)
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Es por ustedes cuánto se escribe. Sí, siempre ha sido y será así.
Siempre escribiendo, y será siempre así, desde el punto donde me encuentre, ya sea unido a ustedes o distante físicamente, pero lo más importante será: que nuestras palabras siempre simularán los encuentros.
Mario Aguilar Rodríguez les saluda
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