Fragmento de: Confesiones de última hora.

Salir. Cerrar la puerta. Echar doble giración a la chapa con el fin de cerrojarla. Caminar el oscuro pasillo corto. Abrir la reja. Cerrar la reja. Echar por segunda vez llave a la segunda puerta persiguiendo el mismo fin de la primera. Cerrar la reja. Bajar las escaleras. Olvidarse de algo. Subir las escaleras. Toparse con la misma reja de hace unos instantes. (¡Diantre!). Introducir la llave y girar otra vez dos veces, pero esta vez en sentido contrario a la primera. Abrir la reja, y otra vez caminar el oscuro pasillo. Repetidamente, hacer lo mismo con la puerta del cuarto, sacar lo olvidado y seguir, esta vez sin retroceder no sin antes realizar los mismos procedimientos hasta salir del edificio.

...

Un cigarrillo en la boca. Acabo de alisar el cuello del abrigo que me acompaña. Once de la noche. Afuera hace sombra, hace luz amarilla. Hace breves insinuaciones de frío, insinuaciones -aunque híspidas-, confortables al mismo tiempo. Salir a caminar en la noche es lo mejor que puede hacer un aspirante a desquiciado. Necesito pensar… pensar que todo está como lo he dejado pensado hasta hace poco. He pensado tantas cosas en este pensamiento racional sólo por pura manía de entender lo inentendible. ¡Ah, claro está, tomando como lo inentendible: lo pasado, lo acontecido, lo terminado, lo elaborado, lo hecho. (Lo hecho, hecho está.)

(...)

Estoy hecho un loco, un desastroso loco arropado por remiendos que no puedo cambiar, no porque no tenga atuendos que ponerme encima, sino por el simple hecho de no querer. No querer hacerlo. ¿Será síntoma de rebeldía acaso? La verdad no lo sé, ni me importa ahora. El abrigo que me cubre tal vez sea lo único que salva esta imagen mía desgastada. Total siempre salgo en la noche, y cosa absolutamente verdadera y justa, aunque no parezca, bebo de sus oscuras insinuaciones: hálitos de reflexión y vida. (Necesito percibirlos para estar vivo).

A esa hora es poco difícil que se me reconozca, salvo los dos perros de la esquina del hospital por el que suelo pasar cuando regreso, ya entrada la madrugada, que me reconocen.  Ellos ya me conocen. Lo sé, por los jadeantes quejidos y movidas desmadejadas de rabo . Son los únicos que se apiadan de mí, o tal vez sean los únicos capaces de entender esta vida que llevo; pero no, no sólo son los perros, sino los otros, los otros que están regados por allí envueltos en mantas sucias y remendadas. Aún hay gente, mucha gente, no la inmensa masa estúpida de gente matutina que suele atiborrarse en los paraderos cuando se hace tarde, paradójicamente para llegar temprano a sus trabajos; o esa otra masa idiota que a las seis de la tarde produce congestión vehicular excesiva. No falta quien todavía haga un espectáculo histriónico y ridículo por pasarse una luz roja, pero aún los hay. Hay a esta hora de la noche aún muchos que esquivar, o no escuchar.

La gente me mira con desdén y aparenta no preocuparse. No. No les preocupo a ellos – a los transeúntes-,  ni  a nadie. Tampoco les preocupo  a esos que se dicen caritativos y piadosos, quienes salen de los templos adventistas con sus biblias riéndose estúpidamente ya entrada la noche ¡Ah, si tan sólo me permitiesen hacerles ver que soy su próximo más cercano a su piedad, pero   tampoco les preocupa sentir esto! Eso me alivia en parte. (Tengo una vecina en el edificio que vive contiguo a mí y siempre me está cargando con temas, esos de moralidad, la verdad que a veces me resulta desesperante, me lo dice con una certeza cabal única, como si su vida familiar fuera excepcional; no la juzgo, prefiero en todo caso no seguir hablando de ella. Si lo cito es sólo por un simple gesto referencial mío. Nada más.

Mi apariencia no preocupa en lo más mínimo a nadie, pero creo que no es así porque siempre hay miradas inapropiadas para mí que me juzgan. Muchos pueden juzgar lo que sus ojos pueden ver- total-, están en su derecho de hacerlo, son libres de hacerlo o de no hacerlo. Sin embargo, me da pena, una pena colmada que no todos puedan comprender. Sinceramente, que esta apreciación ajena a veces representa el vacío más absurdo que ninguna mente mortal pueda imaginar.

Necesito pensar desesperadamente que todo está bien, sin embargo veo que no es así,  que nada es así, ni resultará así, nunca, nunca resultará así, porque las respuestas que busco en mi mente no las hallo, como tampoco hallo la razón a tantos vacíos cerebrales. Estos sencillamente se forman como lagunas que me atormentan. A veces siento voces, muchas, indistintas voces. Voces que me hablan piadosamente como pidiéndome algo, otras veces como preguntándome sobre por qué amo a tal o cual mujer o sobre por qué me atormenta pensar que algún día podré con mi vida acabar. No me refiero a quitarme la vida exactamente, - o tal vez sin querer lo haga algún día que me llene de valentía- , sino a perder de una vez por todas este juicio razonable que me posee.


Siempre ando diciendo que sonrían, que sonrían mucho, sin embargo no sonrío como quisiera. Me atrae el cuerpo de una jovencita, lo sé, lo sé, tanto como sé que eso está mal, porque amo ya a otra jovencita. Pero los hechos atormentan esta miserable soledad que me consume, por lo que me veo obligado a vagabundear hasta casi entrada la mañana del día siguiente. Son muchas veces las que he amanecido en algún parque o banca, solo. Únicamente solo. Sentado a la mitad de una avenida. Sentado a la mitad de mi vida.

Cierta noche, un torpe muchacho se acercó a preguntarme a qué me dedicaba o cuál era mi trabajo, si duermo o cuántas horas duermo, porque siempre me solía ver por el mismo lugar, a la misma hora y con el mismo abrigo. -Lo lógico-, dijo- es que duerma algunas horas para que llegue bien a su trabajo, más tarde-. No dije nada. Sonreí tímidamente como lo hago siempre. (Tal vez él no lo sepa) Mi trabajo consiste en salir y caminar por las noches, percibir lo imperceptible y sentir con el corazón destrozado lo que en esencia toma forma y apariencia de experiencia.

***

Como te decía, había pasado toda esta noche inquiriendo en mi mente; no sé…, ideas y de pronto me terminó asaltando una de éstas, tal vez  la más insospechada y despavorida, lo sé. Sé que me vas a decir que eso está mal, que cómo puedo pensar así. Te entiendo y te quiero por preocuparte por mí. Gracias. Mil gracias. Sin embargo, debo confesarte que esta idea no es de ahora, sino que la pobrecita viene aguardando un turno por ser atendida desde hace algunos años atrás. Ha tocado la puerta de mi consciencia tantas veces y ha sido muy paciente y generosa conmigo, pero debo admitir que en estas últimas noches he sentido desfallecer en ella esa paciencia. Es mas, se ha vuelto de un tiempo acá más exigente y atrevida. Tanto así que ha terminado por asaltar impacientemente una y otra vez, una y otra vez  mi aburrida y estúpida paz hasta refregármelo una y otra vez en la cabeza. Ella es en sí misma una sola idea -idea muy distinta a la que pensarás, pero bueno allí está-, una  absurda idea de querer estar acá y otra de no querer estar  acá. Me dice que -¡qué hago acá!-. ¡Ah, si ella supiera, y me tuviera un poquito más de cariño como ese del que me das tú cada noche, tal vez entonces, y sólo entonces también me entendería!

***

Son ya casi las tres, y a las siete se supone que debo estar en el trabajo. Es algo absurdo, pero ya está. Estoy ahora escribiendo las últimas líneas de este diálogo, que más parecería un monólogo, pero allí están. Las acabas de leer. Espero que más tarde todo esté bien, que salga bien todo. Esperemos hacer las cosas bien más tarde, que pongamos en nuestras acciones actos de justicia y solidaridad para con los demás. Demos lo mejor de nosotros para que todo salga como lo  hayamos planificado. Debo admitir que mucho de razón tienes cuando me miras con esos grandes ojos tuyos y me dices: “evitemos las confrontaciones...”. A veces, siento que es mejor observar y escuchar antes que hablar y hacer sentir mal a otras personas. ¡Te amo!

“Hay tantas personas que nos paran observando”, me dices. (Lo sé). A veces yo también siento que las personas me observan y se fijan mucho en mí y en lo que hago, me incomoda a veces, debo reconocerlo, pero bueno no me queda de otra, sino ignorarlos. Hoy, hay que ser sumamente pacientes y prudentes para todo. Nadie debe darse cuenta. Nadie. ¿Me has escuchado?


Fragmento de: Confesiones de última hora.  Lima. 2012

Desde Lima, Ciudad Capital del Perú.
Víctor Abraham les saluda.

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