Consciencia e inconsciencia.

Algunas veces es mejor vivir en austeridad, sin complicaciones ni aventajamientos respecto a los pensamientos ajenos del prójimo. Es mejor mostrarse callado, y apesadumbrado a hacer daño con las palabras a personas inocentes que nada tienen que ver con esos arranques desquiciados e infantiles del momento. Es mejor -pienso yo-  seguir persistiendo desde el anonimato a fuerza de ideales en un cambio. Es mejor ser un honesto triste con sobresaltos de alegría - aunque pasado de moda- capaz  de decir, lo siento, me equivoqué, a caer en las pomposas y mezquinas necedades sin sentido de los orgullosos que en nada contribuyen a hacer sentir bien al otro.

Es mejor escribir nuestra vida y nuestra sensación de soledad y angustia, aunque ello nos conlleve a vivir también -tal vez no, directamente proporcional; sí inversamente proporcional- nuestra escritura, y esto, créanme que es lo más traumatizante que pueda existir porque autor y personaje son lo mismo, son la misma cosa, la misma esencia, la misma virtud y el mismo remedo; y sus vidas, sus amores, sus sueños, sus ideales, sus frustraciones y sus desventuras están retratados en cada episodio, relato, verso épico. Miente quien dice o intenta decir que está separado de su propia angustia, de su propia vacilación y de su propio temor a ser engañado por sí mismo.  Alguien dijo una vez que esto de escribir era una terapia, y sin embargo, yo creo que no, que esto de escribir mas que una terapia, es sólo un intento - no sé si justificado o injustificado- de ser uno mismo en su propia  ficción que  sueña y que muy pocos entienden.

Es bueno ser un hombre que busque cada día las palabras esenciales para decir lo justo y lo necesario, al margen de los juzgamientos de terceros; es que hemos magnificado tanto últimamente el juzgamiento hasta llegar a sentirnos dueños del todo y la parte ajenos que nada tienen que ver con nosotros. Sería tonto hoy afirmar, que lo más importante es perdonar, olvidar y dejar pasar, pero ¡qué va!, a quién le importa esto ahora. Al tacho el perdón, que pague por lo que ha hecho, mándalo al diablo, y seamos amigos todos los que quedemos, los limpios, ¿no?. Uhm, sólo de pensar en esta posibilidad me produce un asco terrible. Y es que detesto todo espíritu de frivolidad, desdén y viveza ajena.

¡Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que padecen odios y persecuciones, los violentados y los injustamente culpados, bienaventurados todos, todos bienaventurados!

Por otro lado, es duro tratar de reconfortarse en una idea cuando no se tiene más que temores y dudas al interior que desgajan de vez en cuando parte de las esperanzas que uno guarda consigo mismo. Ahora que pienso en lo que conversé con Magaly Victoria hace dos noches atrás sobre todo esto -ella me escucha, me escucha, y hasta parece que lo sabe todo, que sabe todo de mí, en fin- , sobre esto de los talones de Aquiles de las personas me doy cuenta que era cierto, que el mayor dilema y preocupación de un hombre acostumbrado a roer palabras en su pensamiento aparece cuando éstas no logran enhebrarse a tiempo o hacen un caos caótico en su pensar producto de algún artificio externo malintencionado. (¡Boom, boom!, así retumban en la cabeza.) Esto sí que es una considerable pena porque cuando el pensamiento no está bien, dudo que esté bien el cuerpo, y por ende lo externo que rodea al cuerpo. Cuando la mente de un hombre es su mayor arma y ésta está desquiciada puede ser un factor muy peligroso para él mismo, aunque innecesario para los demás.

A veces es mejor ser sencillo y corriente que ser un arrogante e impetuoso, se vive mejor siendo de este lado. Cuando salgo en la mañana y tomo el carro para ir al trabajo, noto que todo sigue igual; de este lado estoy yo, y del otro lado los demás. Miro en direcciones contrarias y me apuro a pasar la pista antes que el semáforo cambie a rojo, odio y detesto tener que esperar los cambios funcionales de esos tres colores, pero  sin embargo espero, sigo esperando el juego de vacilaciones de luces, y en algunas ocasiones siento que estoy condenado a esperar, a esperar eternamente todo, luces de semáforo, muestras de gentileza, de cariños, de afectos, de pagos de fin de mes, de saludos de buenos días, o de buenas tardes o de buenas noches, que ya a nadie parece importar, sin embargo para un patético del formalismo como yo es preciso y necesario.

El día que murió mi padre, sólo dejo escrito un cuaderno amarillo, y un papel separado de éste que en una irreconocible letra, alcanzaba a notarse: "Tu fe te ha salvado". En ese momento, no visualicé nada que no fuera importante salvo las letras irreconocibles de la frase, empero años después recapacité su contenido de fondo: "tu fe...", "la fe", "nuestra fe". Y es cierto, sólo la fe, la fe en las personas, en su cambio, en su recomposición o lo que yo llamo regeneración, es probable que pueda ser nuestra tabla de salvación para sortear todas estas deshumanidades de forma, estas deshumanidades que tanto daño hacen al corazón, a la inocencia, a la alegría, a la voluntad, a la amistad, y al amor y que no traen más que nefastos dolores y vacíos emocionales.

Anoche - y con esto quiero terminar -, sí, sí, anoche, escribí una nota a una persona, era a una mujer que estimaba mucho, y recordé de pronto a todas esas mujeres a quienes he estimado mucho. Allí escribí, le escribí a ella que era curioso que las imágenes del acercamiento inicial entre dos seres absolutamente desconocidos, así como las figuras de los primeros años de vida -cuando somos niños- guardadas en el corazón, en ambos casos queden como huellas indelebles en la memoria de un hombre porque eso eran al fin y al cabo, sólo imágenes, construcciones mentales, recuerdos puramente vívidos. ¿Lo demás?, ah sí, lo demás sólo son cosas, cosas puramente secundarias.

Desde Lima, Ciudad Capital del Perú.
Víctor Abraham les saluda.

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