La profesión del espíritu.

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Estaba delatado, su propias palabras lo habían delatado. No era el hombre magnífico que se suponía que debía ser ante los ojos de la sociedad, de esa sociedad falsa e hipócrita que él mismo detestaba y rechazaba cada noche, empero pertenecía a ésta. Su relación con ésta -como hombre y como todo -era permanentemente de pertenencia e inclusión, y viceversa; ello, obra tal del principio impuesto desde siempre por la Lógica de clases y su Teoría de conjuntos, en la cual un elemento cualquiera que sea siempre pertenecería a un diagrama Venn, en fin. Y es que los seres humanos siempre pertenecemos a un conjunto mayor, a un universo mayor de seres también humanos como nosotros, nos dan esa misma categoría nuestras debilidades y pasiones, nuestros errores y nuestros aciertos, nuestras categorías personales de valores, y sin embargo, ello no quita el hecho que de pronto la relación de algún individuo deje de ser estrechamente de pertenencia para pasar a convertirse en una relación antípoda de no pertenencia, me explico: cuando diametralmente somos opuestos inversamente proporcional por principios y códigos de verdad ante los otros puntos o elementos del conjunto mismo. Total, cada quien es libre de definir el tipo de sus relaciones que a de asumir con respecto a sus otros pares dentro de este inmenso orbe de personas, en fin.

Me dijo, me dijo que era así porque sus propias autoridades en quiénes depositó su confianza por años le habían fallado, que no creía en nadie. Estaba preocupado, se le notaba preocupado, y no hacía falta mirarle a la cara, sus palabras eran suficientes, y es que siempre he tenido esa facilidad para denotar las expresiones de los rostros a través de las palabras: me resulta a veces fácil y en otras, divertido. Es más, creo que mejor he conocido a los hombres y a las mujeres por lo que escribían que por lo que su boca decía cuando los tenía frente a mí porque las personas son así de recelosas, en fin.

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Llegué a pensar que tal vez quería zafarse de mí, de ella, y hasta pensé que de su propia consciencia que la acusaba, porque es cierto: en estos asuntos de  la mentira, del sexo furtivo y frívolo, del aprovechamiento ocasional, de los besos de callejón, y de las relaciones de superioridad, su consciencia no podía ser del todo generosa con él mismo. Pobre hombre, indudablemente que sus palabras insuflaban una fe pobre y débil, ésta estaba corrompida por nefastos y pésimos seudoejemplos de acción y de coherencia desde que había empezado a convertirse en un  neófito aprendiz de profesor. Su profesión  de maestro- tal vez- pesaba mucho más que su personalidad misma, tal vez su propio ejercicio ciudadano de maestro resultaba demasiado para su pequeña autoafirmación de individuo. Y es que hay una verdad, y debe ser innegable, no cualquiera puede convertirse en un maestro y educador, pero la categoría maestro y educador puede descansar en cualquier individuo que tenga propósito de cambio, de determinación y de fe en el futuro.

No lo culpé, sólo leí sus comentarios. Sentí pena, una pena colmada. Cómo un hombre de la verdad como yo podría juzgarlo, como un analista como yo, acostumbrado a encasillarse en las consciencias de los otros, y a lidiar en ellas, en sus pensamientos, podría Juzgarlo cuando mi deber era entender y razonar antes que zaherir, proferir e injuriar. No, no podía, no tanto porque no sintiera nada -salvo una extraña deferencia comprensiva por sus actos equivocados-, sino porque compartíamos el mismo oficio. Ambos éramos maestros. No pude verlo, pero sentí sus expresiones, sus sudores, sus preocupaciones, sus incomodidades, sus entrecejos y palpitaciones cardíacas que iban incrementándose como un boom, boom, boooom; siempre fui muy perceptivo, pude darme cuenta de mentiras y fraudes dónde otros veían verdad, y ello debía imponerse ahora más que nunca.

Debo a mis maestros muchas virtudes que rigen mi vida hoy en día, en ese instante pensé en ellos, en los maestros de quiénes hube de aprender lo que con mi padre quedó inconcluso en su momento. Mis maestros, debo todo a ellos, a los geniales escritores de la postguerra, de las entreguerras,  de los períodos duros de la Guerra civil española, de la filosofía existencialista y humanista, de la psicología analista, aquéllos hombres y mujeres a quiénes nunca conocí, pero asimilé demasiado bien. Me pareció por momentos que me hablaban, que me hablaban cuando discurría mi mirada por cada línea de sus escritos, que me hablaban cuando estaba anímicamente y materialmente perdido. Siempre han sido - y los he sentido así: como enormes consejeros- los mejores educadores de mi oficio incierto de pulsómetro de consciencias.

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Me dijo no sé que palabras, me habló de su mujer y del divorcio que sobrevino a esta relación, de su aburrida existencia, de sus relaciones hipócritas con la gente, de su necesidad de sentirse apreciado y querido otra vez, de sus necesidades imperiosas de conseguir sexo a cómo de lugar en muchachas ingenuas y tontas- todas estudiantes suyas-, de sus hijos de quiénes esperaba sean mejores hombres que él mismo. Me habló de las religiones del mundo, de este mundo, de los falsos líderes políticos y de sus mentiras engorrosas y demagógicas, de sus compañeros de trabajo que también como él se acostaban con estudiantes suyas, obra de artimañas y chantajes mediocres de aprobación de cursos. No cabía la menor duda, el tipo buscaba justificarse, creo que todo lo que me contó eran pretextos suyos para esconderse falazmente, pensé, "estos tipos siempre se escudan en sus propias flaquezas espirituales sabe Dios porqué." Había traicionado mi confianza, era indudable, no sólo él sino también ella. Le dije que ambos eran unas víctimas más de este absurdo juego de mediocridad que tejen los sistemas adormecedores de espíritu. Le dije que no era su culpa, que dejara de autoculparse, que tratara de ser mejor, no lo dije más. Me calle por un instante, luego dije: " Yo no necesito encontrar a nadie que me sirva como ejemplo, es más, yo no creo en nadie, ni en autoridades, ni en religiones, ni en órdenes establecidas porque los sistemas ideológicos fideistas no van conmigo, no soy seguidor mucho menos los busco, creo en algo, y ese algo son mis propios códigos de verdad y mis principios: los muchos o pocos que asimilado en mi vida producto de mis propias frustraciones y alegrías. Estoy acostumbrado a lidiar con todo tipo de gente, con sus incomprensiones, sus vicios y sus reniegos, y no espero nada, sinceramente nada que no vea en ellos una couta al menos pequeñas de esperanza, porque la esperanza es la que nos permite sobrevivir en medio de tanta desidia."

Lo que vino en adelante, sólo fue un saludo cortés de despedida. Intercambiamos algunas palabras breves, parafraseamos otras, y algo, algo era indudable, tal vez más que indudable, aquella noche, una vez más la extraña naturaleza con forma de hombre triste había puesto a prueba mi capacidad redentora y esperanzadora.

Víctor Abraham
De: Libertad bajo comparecencia. Lima. 2013

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Desde Lima, Ciudad Capital del Perú.
Víctor Abraham les saluda.

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