De: Los días van y vienen. Lima, 2015

Viernes 04 de julio

Hoy salí muy temprano con rumbo al estudio de abogados “Cáceres Vigo & asociados”, lugar donde trabaja el Dr. Vitela, “o véngase pasado mañana, tal vez haya algo”, me había dicho el último día que fui a verlo y que encontré atareado. Me recibió cortésmente. No había nada concreto. Me dijo que aún estaba estudiando los documentos enviados por la OEP para entablar la demanda ante el Poder Judicial, y así poder reclamar mi pensión de invalidez (jubilación). “Asombro, me produce asombro su caso”, dijo, “es que ya llevamos tres años, y aún no vemos avances”. “Mire”, volvió a decir, “conozco muchos casos como el suyo. Casos de personas como usted, que demandan justicia ante la ley, personas que solo buscan, se les reconozcan sus derechos, que se les pague, y se les de lo que con derecho les corresponde”. Vi entonces un cuadro en la pared que decía, “Venid a mí, los que estáis agobiados”, se trataba de una pintura que llevaba impresa sobre su lienzo muy bien trabajado la imagen de un Cristo cogiendo a un cordero pequeño. El lienzo era mediano, estaba justo ubicado encima del asiento reclinable del Dr. Vitela. Me llamó la atención, sí, me llamó mucho la atención –más por el hecho de tratarse de un estudio como estos, lugar en donde se supone que los abogados no creen en Dios, en fin-. Indudablemente que aquella imagen era un símbolo de cristiandad. Pensé por un momento en la formalidad (probablemente, razón única de exposición), o quizá, estética misma, o tal vez después de todo, lo que había escuchado desde siempre no era tan cierto, eso de que los hombres del Derecho no están con Dios, y tantas otras sugestiones más, sin embargo, sea como sea, allí estaba la imagen y me estaba mirando. Por un momento pensé, todos somos hijos de Dios al fin y al cabo. Sin embargo, de lo que sí estaba seguro, era de que ese cuadro tenía un propósito, dar aliento, inyectar esperanza en tanto desesperanzado, en tanto jubilado, en tanto desamparado que por allí, por esa cuadrangular oficina pudiese llegar. Y es que a veces cuando uno ya es viejo, anda siempre muy agobiado, es como si de pronto nos llegara a pesar, no los años, sino el alma, la consciencia pura del alma, no la del cuerpo, sino esa misma, la del alma. Hayamos hecho bien, o hayamos hecho mal, todo ya está vivido, y ahora queda confrontarnos con los actos de nuestro pasado, y es allí precisamente dónde el tiempo se hace más justiciero, más omnipresente, más temeroso, más sabio. El tiempo, en estos instantes nos da lo que nos debió siempre dar, o bien para morir con dignidad, o bien para retorcernos con dolor compasivo. Luego decimos, por qué no hice esto, o por qué no hice aquello, ¡Pamplinas, ya lo hicimos y punto!

“¡Cómo le dije, señor Vicente, es cuestión de esperar, de seguir esperando!”, dijo.

Me pareció que el tiempo había pasado rápido. Vi el reloj de pared. Ya eran las 12.00 pm. Esmeralda podría necesitarme. Di las gracias, y quedé en volver a llamarlo- o en todo caso a visitarlo a fin de mes-. Se paró cortésmente, nos dimos un apretón de manos. Era algo raro el tipo, sin cabello, totalmente calvo, de cara alargada, y con un bronco timbre de voz. Unas mangas blanquísimas, y una corbata con coquitos blancos. Impecable. Al inicio, cuando lo conocí, pensé que era un cínico y un badulaque embaucador y convencional, pero con el paso del tiempo (¡Otra vez el tiempo!), me pareció que no, pensé que me había equivocado, pienso que lo juzgué mal, quedó en ayudarme, en cobrarme luego, “Yo veré su caso”, dijo la primera vez que nos conocimos; además, qué culpa tenía este hombre de ejercer la profesión del demonio, en fin. Di la vuelta, caminé algunos pasos, y cuando giré el picaporte dorado de la puerta de su oficina, le escuché decir, “La OEP, Sr Vicente, sea convertido en una institución podrida moralmente, en el que sólo tiene voz y voto el convidado de la autoridad gubernamental, o el representante de alguno de los “servidores” públicos, es raro esto, pero lo sé, lo sé, señor, no sé con qué cara pueden autodenominarse “servidores”. De todas maneras, veré que puedo hacer, caso contrario haré una junta con mis colegas, y le tendré información, espero antes de este fin de mes. Véngase el 30 para conversar, y darle ideas más claras, ¿de acuerdo? Que tenga buen día”. “Gracias”, unas teclas se empezaron a escuchar.

Caminando por el pasillo con rumbo a la salida, me percaté por primera vez, que esto se parecía a un hospital, sí, todo silencio, piso lustroso, paredes blancas, y estudios que parecían cuartos de enfermos, hombres con anteojos. Crucé el pasadizo, y me percaté de una rendija, una rendija que se había formado por una puerta entreabierta, el rabillo de mi ojo derecho se desvió por un momento para mirar aquel cuarto. No sé cómo pero me asaltó un extraño presentimiento, una punzada en el corazón, y por un momento vi todo blanco, un muchacho arrodillado al borde de una cama, y creí escuchar un diálogo entrecortado que provenía de un cuarto adyacente al de la puerta entreabierta, un hombre que pedía agua, me oprimió el pecho, cerré los ojos intensamente, me sobé el pecho, y asido a una de las paredes laterales del pasillo caminé lentamente hasta dejarme caer pesadamente sobre una pequeña silla oscura unida al piso. Unos segundos, y había pasado todo. Una señorita me alcanzó un vaso de agua, “Tiene que descansar”, dijo. “Gracias”, sonreí levemente.

Era raro, pero solo en un hospital las imágenes religiosas cobraban tanto interés y expectativa, el pasillo mostraba algunas imágenes, “El buen pastor”, “El sembrador”, “El hijo pródigo”, todas mostraban algo, y era, piedad, piedad no religiosa, sino piedad humana. Sea como fuere, estaba seguro, que esas imágenes representaban esperanza, esperanza en esa justicia moral que tal vez algún día volvería a ser impuesta en la sociedad. Sobre distintos fondos y bajo variados matices, las representaciones reflejaban una paz, pero no una paz de esas cristianas, que suelen evocarse en los templos antes de finalizar los rituales eucarísticos dominicales, una paz cristiana que hace que la gente de vueltas en una y otra dirección para buscar a alguien y palmearle el hombro superficialmente, no, no era ese tipo de paz, la reflejada por estos cuadros, sino una paz verdadera, una paz del alma que solo es capaz de ser retratada por un verdadero artista del espíritu.

***

Por la noche, todos se fueron a dormir temprano, yo me quedé unas horas más, antes de irme a mi cuarto. Anoté algunos apuntes, reflexioné, los taché, los volví a leer, y decidí escribirlos en el cuaderno de “Los días van y vienen: cuaderno de vivencias, pareces, opiniones, recuerdos, ocurrencias y frases célebres”.
Día 2 
Hoy tuve una sensación rara, una revelación, creo que vi mi muerte, esto es en dos palabras unidas por un enlace, “Voy a morir”.

A veces, los preámbulos de la muerte no son otra cosa que el inicio de la agonía. La muerte, es el escape a esta vida, a esta represión, a esta enfermedad, a este olvido sistemático, pero diablos, cómo duele morir”. 
La existencia es corta, el olvido inmediato, pero las obras que se han hecho con el corazón, que se han construido con obstinación, que se han levantado sobre ideas de bien, en suma, sobre el amor; sí, estas, son eternas. GRACIAS DIOS MÍO.
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Fragmento de: "Los días van y vienen". 1era Edic. Lima, 2015
De. Víctor Abraham
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Desde Lima, ciudad capital del Perú.
Víctor Abraham les saluda.

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