Martes 1 de Julio, de "Los días van y vienen". Fragmento.

Martes 01 de Julio

Salí muy temprano de casa. Afuera, se podía percibir aún la invernal llovizna breve que como último rezago parecía sobrevivir a la noche anterior; en el cielo, aún un tumulto de nubes borrascosas dibujaba la escena más perfecta de aquella mañana fría e insensible. Era ya julio. (Cómo ha pasado el tiempo tan rápido, la verdad es que francamente ataviado con tantas cosas recién he podido darme cuenta de ello, del tiempo, en fin, creo este mañana empezará a marcar el inicio de muchas otras que el destino, pienso que traerá consigo a mi existencia.) Fui a pagar el teléfono S/. 30.00. Me atendieron rápido, y a la salida decidí ir a visitar a la familia Lúa, que por esos días atravesaba una dura crisis familiar. Se trataba de Gellman, estaba muy enfermo. Él era el mayor de los hermanos. Ambos fuimos amigos de toda una vida, estudiamos juntos nuestra primaria. Su edad avanzada le había jugado una última pasada: cayó de la escalera, y se fracturó la cadera, ello sumado al cáncer avanzado que indudablemente estaba dispuesto a no dar tregua, ahora parecía que la vida ya no estaría dispuesta a ser más generosa con él. Sentía una pena porque este hombre siempre fue muy correcto y amable.

Los Lúa viven en la calle Junín 625 a media cuadra de la oficina de pagos de la Central de teléfonos. Siempre han vivido allí, y supongo que lo seguirán haciendo, pues la casa fue una herencia que su padre les legó a su muerte. Ellos siempre fueron mis amigos desde la infancia. Conocí a sus padres, ya que solía visitarlos permanentemente, luego de clases cuando estudiaba por aquellos años de infancia en el “Mariscal José Cáceres”. Luego, cuando mis cursos de contabilidad en la Escuela Técnica de Comercio iniciaron, seguí frecuentándolos. Trabajé un tiempo con Aurea, la menor, en el “Tayuén Hnos”, almacén que por esos años era el principal centro de abastos en materia de licorería más solicitado que tenía Trujillo. Ya con los años, la amistad que mantuvimos se terminó acentuando cada vez más. Es curioso que esa consigna mía de viejo moralista que he tenido desde siempre, me haya hecho siempre valorar esa necesidad de visitar a las personas que han sido gratas para mí y, que han estado en las buenas y en las malas conmigo y mi corta familia. Pienso que la amistad, es lo más hermoso que puede – y debe- cultivar un hombre respecto a sus demás semejantes.

La familia Lúa es sencilla de describir: Trabajadora y honesta, solidaria entre sus miembros, y muy gentil, además de ser muy corta tras la muerte de sus padres, Gellman, Susi y Aurea. Los progenitores de estos fueron inmigrantes chinos, pero ellos- los hijos- nacieron aquí, en estas tierras, en Trujillo. Los conocí hace ya muchos años cuando mi madre, aún viva, y yo, aún muchacho, solíamos vender jabones y detergentes baratos en la plaza. Terminada la faena diaria pasábamos a visitarlos. Yo solía distraerme con Gellman jugando esos juegos que alcanzaron a ver los chicos antiguos de mi época. Allí nos quedábamos algunas veces hasta entrada la noche en que todos juntos nos sentábamos a la mesa y compartíamos el pan que nosotros solíamos llevar para la cena, marraquetas crocantes y tostadas, cena que una vez terminada debíamos dirigíamos a casa, a pocas cuadras de esta. Vivíamos en el Jirón San Martín dentro de una quinta con paredes muy altas de quincha y adobe. Ah, cuanto tiempo ha pasado desde entonces.


Foto: Joaquín Sorolla Bastida, (1863-1923):
 “El viejo del cigarrillo”.
Hemos sabido cultivar nuestra amistad desde entonces, toda. A veces pienso que la amistad no se busca, aparece fortuitamente. No pensamos, o al menos no existe alguien cuerdo que diga, “Hoy me levantaré muy temprano, sonreiré a todo el mundo y para la tarde volveré a casa con un amigo”. O quien piense, “Este amigo será tal o cual persona que veo constantemente porque me cae bien, me halaga y me presta para mi pasaje cuando necesito”. No. La amistad no funciona así, ella simplemente aparece cuando menos lo imaginamos; siempre está allí esperándonos y cuando se manifiesta de alguna u otra manera, hay que intentar cultivarla y hacer lo mejor por estas personas, que ahora pasan a convertirse en amigos, sean pequeños o grandes, estén cercanos o distantes”. Concluyo ahora, que tantos buenos amigos con que pueda contar un individuo en su momento, no se debe al hecho de que este los haya elegido, sino a que fueron estos, “conocidos primero”, quienes luego de tanto tiempo y tantas situaciones de paciencia, tolerancia y comprensión -donde se pusieron a prueba la estimación y el respeto-, decidieron otorgar a este la categoría de “amigo”.

***

La casa del 625 no había cambiado mucho desde esas épocas, seguían las paredes de adobe, los andamios, que en el pasado se mostraban repletos de frutas, hoy estaban vacíos. El vestíbulo del corredor seguía decorado por los dibujos y frases motivadoras que Gellman y yo habíamos hecho durante nuestras horas de ocio cada vez que el tiempo nos prestaba unos instantes. La puerta desvencijada del final de la sala, aún crujía más desde la última vez, y el sonido que producía, aunque chirriante, era acogedor. El piso de tierra bien barrido como siempre. Sin duda, la casa no había cambiado casi nada desde la última vez que pude visitarlos. (Ahora que lo pienso después de tanto tiempo, he vuelto a reparar en estos detalles que en ocasiones diferentes obvié, en fin.) Salieron Susi y Aurea, ellas, bien cariñosas, me invitaron una ensalada de frutas. Conversamos un poco e intercambiamos una breve plática de cordialidad. Me pidieron esperar un momento. Asentí con la cabeza. (Gellman fue siempre mi amigo, mi compañero de carpeta desde la primaria, mi compañero de trabajo durante mi juventud, mi socio en alguno que otro negocio durante mi madurez; a él debo la adquisición del terreno sobre el cual pude levantar mi casa en el que vivo con mi esposa y mis tres hijos. Ahora, comparto con él mi senectud. Ya estamos viejos. Gellman ha sido siempre un hombre de moral inquebrantable y de una conciencia limpia criado a la antigua, pero bien criado).

“Cómo has estado”, preguntó a media voz. Su voz quebrada y pálida, pálida como su semblante, semblante que a pesar de la angustiosa enfermedad reflejaba la más apacible sonrisa de niño viejo. Allí estaba frente a mí cubierto con una boina negra, una camisa blanca impecable bajo un suéter beige algo gastado, pero limpio; un pantalón azul bien planchado y unos zapatos negros bien lustrados. Sentí una gran pena por él, es curioso que esto ya lo haya dicho, pero así era. Allí estaba de pie frente a mí. Me saludo y se sentó de pronto junto a una mesita pequeña de estar. Sólo atiné a sonreír y dije algo triste: “Muy bien. Vine a visitarte a ti, a Susi y a Aurea; espero que…”. “Me queda poco tiempo Vicente”, dijo intempestivamente cortando mi expresión oracional que intentaba transmitir apoyo moral, “Cáncer, es cáncer, y está en su etapa terminal, me han dicho que cualquiera de estos días me toca seguir los pasos de mi madre”. Me quedé atónito, pero a la vez con una sensación de impotencia y resignación. Luego, ya algo más calmado, como si el sólo hecho de confesármelo directamente desahogara su tensión por revelar a alguien su secreto y demostrarse a sí mismo su valentía para afrontar la penosa adversidad, añadió: “Pero eso no me importa ahora, amigo mío, ya estoy viejo y he vivido lo suficiente para darme cuenta de qué es lo bueno y qué es lo malo. Haya vivido bien o mal, ya lo viví. ¡Al dientre!”, expresó con resignación. “No digas eso”, repuse, “eres muy fuerte y sé que saldrás de esto”, aunque sabía que esto era imposible en todo cálculo posible. (Deduzco que el fallo médico estaba echado) Yo estaba perplejo por la que sería la última confesión de Gellman. “Siempre he estado aquí, somos dos viejos fuertes, eres como mi hermano y yo lo soy para ti. Eso es lo importante.”, dije. Sonrió por un momento, y me dijo: “Sí, tienes razón; somos sólo eso, dos viejos hermanos que no se separarán hasta que la muerte se lleve a uno de nosotros, pero no creo en eso por ahora, somos dos leones enérgicos”, afirmó en tono de broma. Reímos y empezamos la que debería ser nuestra última conversación. Esa mañana nunca más habría de repetirse -murió un mes después-. Esa mañana, habríamos de recordar nuestras viejas andanzas sentados como lo que éramos, dos viejos seniles que se sientan a contar sus vejedades y, a contar de cómo esa llama vital cada día que pasa se va consumiendo más. Aún Gellman tenía las fotos, las fotos de una vida, de nuestra vida, que descansaban guardadas en un álbum amarillo. Así, conversamos, reímos; intercambiamos bromas, recuerdos y palabras. Me regaló algunas estampas que coleccionábamos de adolescentes y que él las había guardado durante todos estos años. No recuerdo la hora, pero me hice muy tarde. Ya era hora del almuerzo y sentí que era momento de despedirme. Nos dimos el último abrazo. Me despedí de Susi y Aurea también. Los dejé juntos; los vi por última vez, por última vez vi sus tres rostros juntos. (Las retinas de mis ojos guardaron ese día la escena más nostálgica y filial que sólo se llegará a extinguir más adelante, cuando yo muera) Crucé el umbral de la puerta de su modesta vivienda y me marché.

Fragmento de: "Los días van y vienen". 1era Edic. Lima, 2015
De. Víctor Abraham

____________

Desde Lima, Ciudad Capital del Perú.
Víctor Abraham les saluda.

Comentarios

Entradas populares