Sábado 5 de julio

A las ocho de la mañana. Llegó de Lima mi hijo Mauricio. Nos dio mucha alegría verlo en casa después de varios meses. Nos trajo regalos. Para mí, una bonita chompa color beige y gruesa, especial para abrigarme en este invierno. Esmeralda recibió un lindo delantal a cuadros, en cuya esquina angular derecha resaltaba un frase que decía en letras cursivas y bordadas, “Para mi mamá con cariño”; Lupe, un reloj de pulsera color dorado, cuyo brazalete tenía la forma de pequeños corazones unidos y entrelazados entre sí mismos; y Rosa, una cadenita de plata, cuyo dije tenía la forma de la primera letra de su nombre. Un hermoso gesto de gratitud para la familia, el mismo que sé, Dios recompensará en su momento. Esmeralda preparó un cuy para el almuerzo que todos saboreamos con apetito. No sé, pero por primera vez después de mucho tiempo me sentí el jefe de la familia. Todos mis hijos, por fin reunidos al lado mío y de mi esposa. Dimos gracias a nuestro creador. Después, por la tarde, Mauricio se fue de compras con su mamá. Yo me quedé cuidando el negocio. En tres horas solo se vendió un par de bebidas, media bolsa de biscochos, y tres plátanos, en fin, “algo es algo”, pensé. Me senté en mi rincón favorito, y aprovechando mi soledad natural y la caída de la noche, decidí anotar algo breve para el diario que vengo escribiendo, y que espero algún día sirva a mis hijos, o a los hijos de estos. Y es que la vida es a veces tan insensible con los individuos, que apenas podemos anteponernos a sus retos. Somos débiles en el fondo, pero no por ausencias de fuerza, sino por demasía de ella, en fin. Transcribí un fragmento de uno de los pensamientos de Constancio C. Vigil., llamado “Hijo mío”.(*)
Día 3
Para tu dicha, hijo mío, levántate con el sol y traza el plan de tu día.
Ten una sonrisa a tiempo, una palabra bondadosa a tiempo.
No des a quien no merezca.
Condena el mal con la alabanza de lo opuesto.
Para corregir al malo, elogia ante él lo bueno.
Avanza en línea recta hacia tus fines.
Abrevia siempre el camino yendo derechamente a tu propósito. Si éste es perjudicial, así lo será menos.
Prepárate, hijo mío, para vivir un día o diez mil días. Esta actitud, esta tranquila y valerosa guardia ante lo impenetrable, es la suprema dignidad del hombre.
El hombre crea su mundo. Un día es el padre de los días que siguen. Vienes de tu propio ayer.
No esperes al porvenir: avanza hacia él.
Te aseguro, hijo mío, que llegarás adonde quieras.
Te aseguro que puedes lanzar certeramente a tu ser como a la flecha, desde el tenso
arco de tu voluntad, y que irá adonde pongas la mirada.
Te aseguro que nada de la tierra ni del cielo se opone a tu destino.
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(*) Versos extraídos de “El Erial”. Uruguay, 1915. “Hijo mío”, de Constancio C. Vigil.
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Por la noche no asistí a mi asamblea “Bodas de Samaria”, una congregación que se dedica a estudiar la biblia, y los consejos morales que lleva implícita en su interior. (Se desarrolla todos los sábados en la capilla “Espíritu de luz”, y son años los que llevo como congregante ya). Me sentía cansado, además tenía que atender a mi hijo y conversar con él, soy su padre, y así nada más es difícil nuestro encuentro. Su trabajo. La distancia. La escasez de dinero para comunicarnos. Le leí el fragmento de Constancio C. Vigil, el mismo que transcribí hoy por la tarde. “Espero seas un buen hombre”, dije, “pero no porque seas mi hijo o porque yo sea tu padre, no, no por eso, ni por una gratitud de quedar bien conmigo, sino porque es un deber, un compromiso con el mundo. Necesitamos hombres verdaderos hijos, necesitamos hombres de luz”. Mauricio me miró, quiso decir algo. Calló. Pensé por un instante en el viejo candelabro de mano que estaba sobre la mesa, el mismo que heredé de mi abuelo; me parecía que durante aquel instante paternal no solo iluminaba la oscuridad del cuarto ni los bordes de la cama sobre la que nos encontrábamos, sino que daba lumbre a nuestra propia penumbra del alma, a nuestro propio desasosiego. Y sentí un breve un calor filial que hizo estremecerme, me sentí más humano, más protector, más sabio. Conversamos sobre sobre sus próximos planes laborales, su próximo viaje, su próximo proyecto de escribir un libro, sobre su vida sentimental. “Con cuidado”, le aconsejé, “Haz de caminar siempre con cuidado, y pisar firme sobre el llano de las inconsistencias, porque ellas, tarde o temprano, acecharán tus mayores ideales personales” “Gracias padre”, dijo. Creo que fueron tres cuartos de hora. No tenía el reloj a la mano. Se levantó, y esta vez fue él, fue Mauricio, quien me dio un beso en la frente. Se fue. Me quedé sentado al borde la cama. Derramé unas ligeras lágrimas. Pedí perdón a Dios por haber faltado a mi reunión de cada sábado, y alabé a mi Señor en mi cama como todas las noches. Hice una oración breve por mi familia. Dios, perdóname por no reunirme hoy con mis hermanos de comunidad, pero tú señor, sabes las razones, bendice a mi familia, y a sus familias también. Conduce siempre por el camino de la rectitud a mis hijos. Líbralos de todo mal, y provéeles de gozo en su corazón. Que puedan acercarse a ti, y servirte como yo te sirvo. Haz de nosotros instrumentos de tu amor porque eso somos señor, instrumentos de una obra más grande. AMÉN.

Me recosté sobre la cama. Apagué el candelabro, y me sobrevino a la mente la imagen de mi padre, un padre que nunca conocí, pero que sin embargo, sé que se hubiera sentido orgulloso de mí por intentar serlo con mi hijo. Afuera las ramas de la planta de plátano del jardín que cultivamos silbaron con el viento.
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Fragmento de "Los días van y vienen. Lima, 2015. de Víctor Abraham

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