Martes 8 de julio, de "Los días van y vienen"

Mis dolores se están empezando a agudizar. El doctor de la posta médica, a la que fui por la mañana, me ha recomendado que después de unas horas de trabajo o de ejercicio siempre descanse con los pies levantados: me ha dicho que no permanezca muchas horas seguidas de pie para que así mis várices que sufro en ambas piernas no avancen. Me ha dado una receta con variados tipos de alimentación, desde extractos raros, carne especial, legumbres seleccionadas hasta pastillas y cápsulas coloridas. (Estos médicos y sus recetas, que no coma aquello, que coma esto, como si uno tuviera plata suficiente para comprarse todo lo que a uno le piden en las consultas).

Reclamé a María, un día de descanso dentro de la semana. Entiendo, que la necesidad de conseguir dinero sea grande, pero creo que es necesario a veces una tregua. Ella es muy trabajadora, de eso no hay duda; es más, el día que me casé con ella, apenas si disfrutamos nuestra luna de miel. Viajamos por la mañana a Chiclayo, estuvimos por la tarde en Pimentel, y salimos por la noche otra vez de regreso para llegar luego a trabajar. Eran tiempos jóvenes ahora que lo recuerdo, en fin. Discutimos, sin llegar a circunstancias mayores claro está, pero es que yo ayudo todos los días desde las cinco de la mañana hasta las ocho-o tal vez un poco más, nueve de la noche, creo-. A esa hora termino cansado para caer en mi cama como una piedra. Mi cuarto está abandonado, no tengo tiempo para lavar mi ropa, o bañarme, o atender mis cosas personales. María sin embargo, parece que a veces no me entendiera. Me reclama constantemente, sin validación de juicio, mi condición de desempleado, pero es que a mi edad es difícil encontrar trabajo, y el último que tuve fue un fiasco. 

El Sr. Tánatos me hacía trabajar más de la cuenta, llegada la quincena me daba la mitad de lo acordado, y me sugería seguir adelante. Por supuesto que a fin de mes me pagaba, pero no era lo esperado, siempre había una excusa, o se perdió una toalla, o faltaba dinero, o no cobré una habitación, o simplemente se malogró una cañería -y también era mi culpa-. Todo era mi culpa. Diez, a veces veinte, y hasta a veces cincuenta soles, eran los descuentos, una vez inclusive me llegó a descontar cien soles porque dijo que había recibido un billete falso, algo absurdo, pero bueno, como no me gustaba liarme con mi jefe sólo lo escuchaba, y aceptaba el resto del dinero. Así trabajé en su hotel diez años (años que aguantaba debido a mi edad, una edad avanzada y achacosa para los demás, aunque mis ideas y ganas de promover iniciativas estaban intactas, pero bueno, todo esto solo quedaba allí: en mí mismo, porque en la realidad, apenas eran consideradas mis opiniones, en fin). Un día llegado el 24 de diciembre, se le ocurrió botarme a la calle sin seguro ni nada por el estilo, diciendo borracho - porque en estado etílico había llegado -, que se había aburrido de mirarme todos los días el bigote, y los pantalones oscuros, sí, dijo haberse aburrido de mis supuestas prédicas morales a mis demás compañeros de trabajo, (pero es que él no puede entender que a los jóvenes hay que orientarlos, y mucho) “Vaya usted a evangelizar a su casa”, gritó estentóreamente delante de dos clientes, que intentaron hacerle entrar en razón, clientes en realidad del hotel, ambos, comerciantes de frazadas de Juliaca, cuya visita por estas fechas era fija. “Usted merece algo mejor”, sólo escuché decir en uno de ellos al salir. ¡Pobre hombre!”, repetía el otro constantemente. Esa fue la última vez que vi al Sr Tánatos, no volví a saber nada de él, porque al cabo de un año - con tal de no pagarme lo que me debía- había transferido todo el edificio a nombre de su hija, quien se desentendió de mí para siempre. (Paciencia por Dios, ya saldrá mi jubilación)



María, señaló finalmente pues, el día miércoles de cada semana como día de descanso.


Hoy no tuve ganas de escribir en el cuaderno, absolutamente nada. Quise meditar en mi cama pensando en María por primera vez (y es que, caray, tiempo que ya no le dedico un espacio de mi vida a ella, al menos en mi pensamiento). Fue así como llegué a una sola conclusión,

“María no es mala, sino muy exigente: es una gran mujer después de todo. Siempre me ha cuidado. Tuve la dicha de conocerla hace ya casi treinta años, y ese día, el día que la conocí supe que sería mi mujer, y yo su marido para toda la vida. Así fue como le propuse matrimonio un día, al poco tiempo de conocerla, y ella aceptó. Los rechazos por parte de su familia vivieron luego, decían que era muy viejo para ella, o que no tenía el mismo nivel social y económico. María era joven y yo ya era maduro para ese entonces, pero eso no nos importó, al menos a mí no me importó porque la quería, la quería mucho, y la amaba, la amaba tanto como hasta ahora. ¡Por Dios, son veintinueve años!, nada es perfecto lo sé, pero allí estamos y seguimos juntos. Una vez un amigo me dijo, “Con María debe sucederte algo así como a mí con Cristina. Tú tienes dos opciones, siempre tendrás dos opciones. Cuando conocemos a una mujer, y decidimos de pronto invitarla a quedarse con nosotros, o bien obramos emocionalmente- y encauzamos nuestras acciones y afectos- para que se quede para siempre en nuestro corazón, o bien, para que esta se quede para siempre en nuestra vida. Por lo menos a mí”, dijo, “opté porque Cristina se quede aquí en mi vida, no en mi corazón. Tengo treinta y cinco años de casado”.

Uhm, “…no en mi corazón, sino en mi vida”, volví a parafrasear para mis adentros. Era indudable, el día que la conocí, que conocí a María, supe que sería mi esposa para siempre. No dudo que ha sido difícil el camino del matrimonio, pero allí estamos, luchando, cayendo y levantando. Ella y yo somos uno solo, o como diría Neruda en uno de sus tantos escritos, “creo que fue la misma tierra, la que nos reunió”.

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Fragmento extraído de "Los días van y vienen". Lima, 2015
Por Víctor Abraham

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