Llamados a ser luz en medio de tanta sombra

 Para Jheny y Kasandra, mis mejores amigas
SI EN VERDAD, existe Dios; decíle a la gente que la esperanza está en los actos concretos de amor, más que en la fe misma de la buena intención. 

Jeremías, ante la crucifixión del apóstol Josué. En: DEGRADACIÓN HUMANA. LIMA, 2018.

Del amor, de la admiración, de la frustración y del odio

Fuente: Internet
“Haz de mí un instrumento de tu paz; donde haya odio, ponga yo amor”, con estas palabras reza una vieja oración cristiana que aprendí cuando era niño hace ya muchos años en Buenos Aires. Ese amor, en palabras de Saulo de Tarso, descrito en una de sus cartas al pueblo de Corinto, que todo lo cree, que todo lo espera, que todo lo soporta. Ese amor paciente, comprensivo, nada alabancioso ni orgulloso ni interesado, nada injusto, auténtico, imperecedero; amor que trasciende a la edad, al conocimiento, y al preconocimiento, a la profecía del intelecto y del misterio, a la niña o niño que fuimos, y a la mujer u hombre que no terminamos de serlo; amor que las sociedades de odio han ido mermando en el corazón de la gente. Odio, cuyo origen echa raíz en la mentira, el servilismo, la injusticia y la irracionalidad del embrutecimiento hedonista. Ser más que el otro, lactar cosas innecesarias, cosas materiales, y otras, inmateriales, cosas, al fin y al cabo. 

Muchas personas que adolecen del sentimiento de mirar, de admirar, de fabricar, de prefabricar, de sobreexceder, de poner atributos donde se sabe por racionalidad que el horizonte imperfecto de la condición humana siempre ofrece tierra baldía, árida; sentimientos de admiración que frustran el amor verdadero entre dos personas que se aman, que frustran al deseo sano de correspondencia, ese que hace que los individuos se acepten simultáneamente, y acepten a su vez, las caras reales de su misma esencia, ese reverso y anverso, que están representados en defectos y virtudes del Ser Humano. Admiración, fideísmo, fanatismo, provenientes de la copiosa enfermedad mental del halago, del aplauso, del confort, del querer recibir más de lo que se pretende dar, o exigir tanto como se está dando. Esa enfermedad mental, que edifica capillas, en cuyos recintos, fatuos seguidores se sacan los ojos en favor de plumíferos carroñeros, falsos líderes, que voraces esperan la carne del residuo que a ellos alimentan.
Fuente: Internet

Una cosa es amar, otra muy diferente es vanagloriar; el amor no ciega, edifica; no engríe, crece ayudando a corregir las imperfecciones. Los individuos se separan pensando que no hay comprensión en el amor, cuando en realidad prefirieron no amar por temor a perder el confort, o desilusión de la admiración, en muchos casos pasajera, dañando amistad, respeto, cariño, abnegación.

Las sociedades del odio, de la desesperación, del menosprecio; racismo, desprecio, xenofobia incurable de la baja autoestima del inconsciente, porque quien ofende, daña al otro: vitupera sin darse cuenta el propio reflejo de sí mismo. Nadie que dañe tanto, aborrezca al otro, no ha querido en el fondo siempre parecérsele, o haber cosechado, en el menor de los casos, sus éxitos y atenciones. Aquí la frustración es inminente, y se produce ya que siempre estará la sensación perpetua de ser el reflejo del otro. Alguien dijo una vez desesperado, “pero decíme cuánto me amas, decíme de una vez”. Nada más amargo a ese extraño sentimiento del dar sin recibir nada a cambio, o recibir, en duras cuentas, muy poco. Cuando se da: se da todo, por todo, con todo, y para todo. Ese todo, representa la grandeza del Ser Humano, la trascendencia de su voluntad, corazón para los suicidas románticos, y estoicismo para los anacoretas del nihilismo.

Ese magnífico profesor Moses E. Herzog, personaje del escritor judío canadiense Bellow, afirmaba ya el siglo pasado, siglo del inicio de los cambios tecnológicos, en sus ideas nada ordenadas y difusas, pero acompañadas de cúspides de ingenio creativo sufriente, que el honor o respeto “espiritual”, que antes se concedía a la justicia, el valor, la templanza, o la misericordia, ahora se podía conseguir de modo negativo y grotesco. Ello debido al incremento de la técnica – y presupongo también de la frivolidad de la exactitud – que ha terminado haciendo que la civilización e inclusive la moralidad de nuestra época sea eco implícito a la transformación de la tecnología. 

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Una sociedad cuya masa pensante, nada sintiente, confunde racionalismo y benevolencia como si se tratara de la misma cosa, y a partir de ello es arrastrada a los locos frenesís del racionalismo constructivo, ah, esa idea de progreso. Esta idea, para cuyo único obstáculo en el zapato es el amor, por eso hay que matar al amor, degradarlo, no darle importancia, olvidarlo, desdeñarlo, restarle importancia. ¡Total, del amor no se vive! ¡Es mejor la tranquilidad, el ahorro, la sofisticación, a los ritmos frenéticos de la emoción, del despilfarro caritativo, de la ridiculez social!, ideas absurdas de la visión moderna y emprendedora. Total, qué es más importante, el marido, la mujer o los niños; o, la casa, el auto, la posición social, el cargo público, el status, el academicismo; el mundo de los tacos y las corbatas, de las reuniones corporativas -porque todo tiene sabor de corporación hoy en día- al mundo de las demostraciones de afectos; y por último, el mundo de los estudiosos, los teóricos al de los “ingenuos”, cuyo sentido común es lo único servible, en fin. Sigo pensando finalmente, para volver otra vez a la expresión, “donde haya odio, ponga yo amor”, y es que el amor, ante el reflejo de un mundo puramente material, disfrazado de progreso, sigue siendo esa lámpara que no se apaga aún para hacernos recordar que somos seres humanos, seres frágiles capaces de romperse al mínimo unísono de vibración, tal vez por eso, sean las niñas y los niños emocionalmente más fuertes y proclives a la convivencia que los adultos, porque su corazón es sincero.

Espíritu para la reflexión de la consciencia

Este año, no he querido cerrarlo a modo de memoria de acontecimientos y sucesos noticiosos, para eso, considero hay noticieros, prensas, aunque cada vez menos independientes, prensas al fin y al cabo. Quería dejar a un lado mi papel formativo del periodista, y detenerme, más bien en la responsabilidad del maestro que también me acompaña. El periodista que hay en mí siempre me lleva a ver el grado objetivo de las cosas, la singularidad de los acontecimientos, la necesidad de contarlo, de escribirlo, y describirlo todo, el oficio de no creerme todo, de suponer – y anteponer- interpretación antes que pasión; el periodista que hay en mí defiende la libertad de expresión, pero la real, no la de los dueños de los Medios de Comunicación; el profesor que hay en mí, ahonda más en la visión, en el futuro. Diría que el periodista que llevo dentro, ve el presente para cuestionarlo fríamente, bajo la lupa de un veracidad indescriptible; el maestro, el futuro para soñarlo, para proyectarlo, para construirlo a partir de una esperanza que son los estudiantes, los niños, las niñas, los adolescentes. El maestro es el tipo más preocupado por el lado consciente del qué vamos a hacer todas y todos; es guía, formador, alguien diría: “ese padre o madre que nunca se tuvo cuando se fue niño o niña”; ese tipo que la sociedad espera que encarne valores, ejemplo y principios nobles del Ser Humano, a veces con cierto tono de exageración desmedida, porque nunca se es perfecto.

Periodista y maestro, comparten el rol principal, que al menos, a mi definición de vida interesa, el sentido de la CONSCIENCIA, pero qué es consciencia, de qué depende la consciencia, cómo actúa esta consciencia, cómo se forma y afianza la consciencia, para qué sirve la consciencia, cuáles son los valores de la consciencia, en fin.

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Hace muchos años atrás, surgió una pregunta en mí, ¿Qué mueve a los seres humanos a actuar de tal o cual manera, hacer cosas que sabiendo que están mal se hacen, o estando bien se dejan de hacerse? Mi formación mental aún era muy incompatible con mi formación pragmática, y no pasaba de dar simples respuestas especulativas para tan grande interrogante. A medida que fueron pasando los años, entendí, ya en el in situ de los acontecimientos, que los individuos se movían por motivaciones, unas más fuertes y endocéntricas que otras, más telúricas, y estas, unidas a deseos de realización propias, ya sean de índole material, espiritual, de reconocimiento, de admiración, pero propias, individuales, al fin y al cabo, todas unidas a meros deseos de ego o banalidad, de corto vuelo de desprendimiento, salvo honrosas excepciones.

La consciencia surge de una necesidad de preocupación, de acción, de agitación, de respuesta inmediata o mediata, de una sensación intrínseca inesperada frente a un estado de alevosía, traición, engaño, frustración, decepción, de una ruptura del orden establecido, de alteración de la zona de confort. La consciencia nos pregunta, ¿qué hacer, o no hacer, frente a estos estados perturbadores?, o en todo caso, ¿cómo evitarlos? La consciencia es respuesta estoica, solitaria, ermitaña, del inconformismo individual ante el deber, la responsabilidad, el compromiso de mover los hilos de la historia, tornándose a partir de allí consciencia colectiva. Una consciencia individual es génesis que debe evolucionar a consciencia colectiva, sino cae en el burdo sentido de convertir a sus seres conscientes en una especie de egomaníacos que se gritan y se faltan el respeto entre ellos, debido a su carácter de creerse salvadores. Jean Paul Sartre, se dio cuenta de esa malformación que él llamaba compromiso individual. Pienso que la consciencia alcanza un estado superior al compromiso porque es libre, interno, a diferencia del compromiso que parte de la presión de lo externo. La consciencia se educa en el libre albedrío de las decisiones que ejecutamos, y que después notamos, ya sea, horrorizados porque nos hemos equivocado, o satisfechos porque hicimos lo correcto.

La consciencia depende del estado de madurez del individuo, de su formación, autoformación, diría mas bien yo. Se forma a partir del autodidactismo, de las lecturas, del estudio, y se ponen a fuego cuando se tiene que tomar decisiones, y con mayor significado, no solo decisiones que afectan a la persona misma del individuo, sino a la comunidad, al grupo social, de allí que sean necesarias y vitales, la movilizaciones en las calles, las luchas y enfrentamientos con la policía, la misma sensación de rechazo y aplastamiento por un Sistema de injusticia. Injusticia social que podría volver desadaptado o nocivo al individuo sin preparación -de allí la necesidad de formar y educar para la consciencia, y se educa con valores, cuando se tiene claro qué códigos morales configuran al ciudadano mismo- , o bien, un librepensador sentipensante, en palabra de Eduardo Galeano. La importancia, en todo caso, del proceso de la educación, en la formación de ciudadanos conscientes y comprometidos con sus propios actos, conocedores de que sus elecciones terminarán afectando a la comunidad en la que se encuentran.

Finalmente, ¿para qué sirve la consciencia? Presupongo, que para alcanzar la libertad, la justicia e igualdad, y por supuesto, para luchar permanentemente por una sociedad mejor a la que se ha encontrado, y en esto, la responsabilidad de cada generación es distinta, y cada vez mayor. Esto no hace más que arrojarnos otra vez la noción elevada de consciencia, la colectiva, la consciencia social, porque no es lo mismo individual a social. La consciencia social tiene un valor y es el entendimiento de la renuncia al yo, del acercamiento a la pluralidad, del respeto a la unidad colectiva, y los cánones que esta establece para su convivencia, siempre y cuando no sea esta regida por el servilismo, la hipocresía y la mediocridad. Los individuos actúan dentro de ciudadanías, y se organizan con estas. De allí que la respuesta colectiva, siempre sea necesaria para contrarrestar el simplismo acéfalo del Poder. La consciencia empodera la noción del valor real del individuo, y lo hace sujeto de derechos, pero también de obligaciones y deberes que debe respetar para la suprema convivencia.

Sin más que decir, solo quisiera expresar mi agradecimiento personal a toda la gente que desde dónde se encuentra contribuye al cambio, a construir nuevas vanguardias con lenguajes nuevos, a hacer de sus espacios, lugares más accesibles de convivencia y mejor habitables, en donde el respeto y la paz, pero también el cuestionamiento son alma de su desarrollo diario porque siempre se tiene que cuestionar. Pedir asimismo a esos miles, tal vez millones, de estudiantes, repartidos por esta fracción de orbe llamada, Hispanoamérica, a defender su identidad cultural, étnica, personal, familiar, social. Decirles, que si pensamos en futuro, tenemos que pensar a partir del pensamiento crítico y asertivo, de la creatividad, de la acción del compromiso con esto que yo llamo, consciencia individual y social, pero sobre todo de lo que hoy se intenta soslayar, eludir, esquivar, esto son, los valores.

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A los maestros, hagan de sus alumnos luz en medio de tantas sombras, enséñenles las ideas y acciones de los grandes héroes y heroínas, precursores, maestros y pedagogos de América, que lucharon en su tiempo con el sueño de ver naciones grandes y unidas, que las ideas de María Parado de Bellido, José Olaya, Miguel Grau, José Martí, Simón Rodríguez, Jesualdo, Sarmiento, Vizcardo y Guzmán, Unanue, Francisco de Miranda, Mariátegui, Gabriela Mistral, Magda Portal, Paulo Freire, Vasconcelos, Juan Bosco, Unamuno, Galeano, Saramago, discurran entre las conversaciones de las aulas. Maestros, que no quede sin mensaje claro, el esfuerzo de aquellos caídos en la lucha contra el franquismo el siglo pasado, como García Lorca, Miguel Hernández, o de aquellos que resistieron las dictaduras militares de América, como las madres de Plaza de Mayo, Víctor Jara, Salvador Allende, Pablo Neruda, Juan Gelman, Hugo Blanco. Que las místicas y resistencias de los indios quichés, de los náhuatls, aztecas, mayas, quechuas, aymaras, araucanos, mochicas, chimúes, sean ejemplo de defensa de identidad permanente en tiempos como hoy, donde la alienación consumista del espíritu neoliberal del capitalismo es inminente.

Un gran año 2018 para todas y todos, de la manera más amplia, desde donde me encuentro hoy, desde Buenos Aires del Perú.

Víctor Abraham

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